Wilkie Collins empezó a escribir esta novela en 1859 y fue publicándola por entregas durante ese año y el siguiente en la revista All the Year Round. Se editó en forma de libro por primera vez en 1860.
En España está publicada hoy por hoy por Penguin Clásicos en una edición en tapa blanda con 880 paginas. Su precio es de 12'95 euros. Con el título de La mujer de blanco lo han publicado Alianza Editorial (14'50 euros, 832 páginas) y Verticales de Bolsillo (10 euros, 768 páginas), ambas también en tapa blanda.
La historia se ha llevado en varias ocasiones a la pequeña y gran pantalla: existen dos versiones mudas, de 1917 y 1929 respectivamente, una producción británica de 1940 que lleva por título Crimes at the Dark House, una película titulada La mujer de blanco de 1948, otra de 1997 y una miniserie de la BBC del año 1982.
La historia se ha llevado en varias ocasiones a la pequeña y gran pantalla: existen dos versiones mudas, de 1917 y 1929 respectivamente, una producción británica de 1940 que lleva por título Crimes at the Dark House, una película titulada La mujer de blanco de 1948, otra de 1997 y una miniserie de la BBC del año 1982.
¿De qué va?:
Walter Hartright se traslada a Limmeridge para dar clases de dibujo a Laura, una joven y rica heredera, sobrina del barón Frederick Fairlie. Poco antes de irse, tropieza con una misteriosa dama vestida de blanco que le habla de Limmeridge y de su propietaria fallecida, la señora Fairlie. Desde el principio, Walter siente una gran atracción por Laura, quien está prometida con sir Percival Glyde, que sólo busca arrebatarle su herencia, pero se interpone en su camino la misteriosa dama de blanco.
Walter Hartright se traslada a Limmeridge para dar clases de dibujo a Laura, una joven y rica heredera, sobrina del barón Frederick Fairlie. Poco antes de irse, tropieza con una misteriosa dama vestida de blanco que le habla de Limmeridge y de su propietaria fallecida, la señora Fairlie. Desde el principio, Walter siente una gran atracción por Laura, quien está prometida con sir Percival Glyde, que sólo busca arrebatarle su herencia, pero se interpone en su camino la misteriosa dama de blanco.
¿Qué opino yo? (Sin destripes):
Mi primera incursión en la obra de Wilkie Collins fue con Marido y mujer, y no me gustó. Eso hizo que tardara en animarme con otro de sus libros, a pesar de tener pendiente La dama de blanco desde hacía bastante. Ni siquiera las buenas críticas me resultaban lo suficientemente persuasivas para aparcar otras novelas y centrarme en esta de Collins. Sin embargo, después de pasarme demasiado tiempo retrasando lo inevitable, a finales de 2016 por fin me decidí a leerla, y ahora me arrepiento de no haberlo hecho antes, pero como se suele decir, nunca es tarde si la dicha es buena.
Mientras que en Marido y mujer el estilo me pareció alambicado y la historia con escaso interés para mí, La dama de blanco me atrapó desde el primer instante con una prosa cuidada pero precisa y un enigma que no tarda en empezar a desarrollarse y complicarse.
El inicio de la novela ya es un acierto pleno; la misteriosa aparición de una extraña mujer vestida de blanco su encuentro con uno de los protagonistas me dejó con tantas preguntas y curiosidad como a él. Ella es la primera baza del escritor para atrapar al lector, sobre todo porque cada vez que se hace mención a ella o vuelve a estar presente en la acción, el desasosiego se apodera tanto del resto de personajes como de nosotros mismos y se logra que la intriga sea permanente hasta el final. Es uno de los cebos mejor usados que he encontrado nunca en un libro.
No obstante, tengo que criticar a Collins por el frío trato que le dispensa a un personaje que tanto le ha aportado, ya que para todos los que desfilan por la obra, esta rara muchacha es simplemente un medio para obtener o descubrir algo, incluso para los protagonistas. De estos tengo muchas cosas que decir, y bastante desiguales, por cierto. Mientras me quito el sombrero ante nombres como los de Marian Halcombe y el conde Fosco, me pregunto en qué estaba pensando Collins cuando creó a Laura Fairlie, otra insulsa más que se incorpora a la amplia lista de seres soporíferos y planos que pueblan la literatura. Es una de esas damitas que se desmayan, lloran con frecuencia y parecen resignadas a sufrir un destino cruel, aunque muchos de los que las rodean las adoran porque sí.
Con todo, Laura y la mujer de blanco son el motor que hace actuar a los demás, si bien hay que tener en cuenta la gran diferencia entre ellas, ya que la segunda hace que sucedan las cosas, mientras que la primera es un pasmarote que mira cómo pasan. A su lado, Marian, valerosa, inteligente y decidida, brilla muchísimo más. Sola y sin medios y apoyos apropiados afronta los grandes peligros que una inteligencia retorcida y elevada va tejiendo en torno a ella y su hermana. Me resulta muy curioso que no tenga pelos en la lengua a la hora de expresar la baja estima que siente por las de su sexo, pero, para ser justos, también les toca a los hombres su ración de crítica.
La narración de Marian es una de las partes que mejor nos dejan apreciar la atmósfera catastrofista y el modo en que ella y Laura se van viendo acorraladas. Junto con la de Walter es mi favorita, y es que el libro se estructura a través del relato de distintos narradores, algunos de los cuales son protagonistas directos y otros, meros observadores. De este modo, el estilo se va amoldando a los rasgos del personaje que narra, aunque nunca se pierde de vista que es la mano experta de Collins la que está detrás, es decir, que cada palabra está colocada donde y como tiene que estar.
Al principio me fastidió un poco ese cambio de narrador, sobre todo porque el tito Fairlie se me hacía insoportable y no llevé bien su parte, pero todo tiene su explicación: vamos comprobando que gracias a esos cambios, todo acaba encajando a la perfección. Cada uno de esos personajes tiene algo que aportar, incluso el más insignificante.
Walter Hartright es uno de esos protagonistas que van ganando puntos conforme avanza la historia, cuando deja de ser un alma en pena y empieza a mover fichas. Sin embargo, la evolución de sus sentimientos, que oscilan entre el amor pasional y el fraternal según el estado mental de su amada, no me ha convencido en absoluto, como tampoco lo ha hecho la historia de amor en sí. Esta es la parte más débil del argumento. Incluso, casi al final, hay un fallo muy importante de tipo legal relacionado con esa relación. Quizá esté equivocada, pero se ve de forma tan obvia que no creo que sea algo que sólo haya captado yo. Más bien parece un despiste del autor, aunque sea raro.
Afortunadamente, el resto de la trama compensa con creces estos flecos más flojos y, por si esto fuera poco, en las páginas de La dama de blanco vive uno de los mejores malos de la literatura, el fascinante y ambiguo conde Fosco. No quiero hablar demasiado de él, porque es alguien que un lector debe conocer y descifrar por sí mismo, así que me limitaré a los aspectos más superficiales.
Antes de empezar la lectura de la novela, había escuchado tantas cosas de él que estaba deseando conocerlo. Tengo la mala costumbre de imaginarme a los malos con un físico impresionante, atractivos e imponentes, y eso aumentó mi sorpresa cuando por fin vi cómo era. Absolutamente nada de lo que me había figurado sobre él se cumplió. Realmente, él y Marian son los que confieren más calidad a este título, los que más merecen ser recordados una vez terminada la última página.
Como habéis podido suponer, no niego que cambiaría algunas cosas, especialmente el final de uno de los personajes, pero estamos ante una novela que mantiene el suspense hasta el desenlace y se ha ganado por derecho propio su lugar entre los grandes clásicos de la literatura.
Mientras que en Marido y mujer el estilo me pareció alambicado y la historia con escaso interés para mí, La dama de blanco me atrapó desde el primer instante con una prosa cuidada pero precisa y un enigma que no tarda en empezar a desarrollarse y complicarse.
El inicio de la novela ya es un acierto pleno; la misteriosa aparición de una extraña mujer vestida de blanco su encuentro con uno de los protagonistas me dejó con tantas preguntas y curiosidad como a él. Ella es la primera baza del escritor para atrapar al lector, sobre todo porque cada vez que se hace mención a ella o vuelve a estar presente en la acción, el desasosiego se apodera tanto del resto de personajes como de nosotros mismos y se logra que la intriga sea permanente hasta el final. Es uno de los cebos mejor usados que he encontrado nunca en un libro.
No obstante, tengo que criticar a Collins por el frío trato que le dispensa a un personaje que tanto le ha aportado, ya que para todos los que desfilan por la obra, esta rara muchacha es simplemente un medio para obtener o descubrir algo, incluso para los protagonistas. De estos tengo muchas cosas que decir, y bastante desiguales, por cierto. Mientras me quito el sombrero ante nombres como los de Marian Halcombe y el conde Fosco, me pregunto en qué estaba pensando Collins cuando creó a Laura Fairlie, otra insulsa más que se incorpora a la amplia lista de seres soporíferos y planos que pueblan la literatura. Es una de esas damitas que se desmayan, lloran con frecuencia y parecen resignadas a sufrir un destino cruel, aunque muchos de los que las rodean las adoran porque sí.
Con todo, Laura y la mujer de blanco son el motor que hace actuar a los demás, si bien hay que tener en cuenta la gran diferencia entre ellas, ya que la segunda hace que sucedan las cosas, mientras que la primera es un pasmarote que mira cómo pasan. A su lado, Marian, valerosa, inteligente y decidida, brilla muchísimo más. Sola y sin medios y apoyos apropiados afronta los grandes peligros que una inteligencia retorcida y elevada va tejiendo en torno a ella y su hermana. Me resulta muy curioso que no tenga pelos en la lengua a la hora de expresar la baja estima que siente por las de su sexo, pero, para ser justos, también les toca a los hombres su ración de crítica.
La narración de Marian es una de las partes que mejor nos dejan apreciar la atmósfera catastrofista y el modo en que ella y Laura se van viendo acorraladas. Junto con la de Walter es mi favorita, y es que el libro se estructura a través del relato de distintos narradores, algunos de los cuales son protagonistas directos y otros, meros observadores. De este modo, el estilo se va amoldando a los rasgos del personaje que narra, aunque nunca se pierde de vista que es la mano experta de Collins la que está detrás, es decir, que cada palabra está colocada donde y como tiene que estar.
Al principio me fastidió un poco ese cambio de narrador, sobre todo porque el tito Fairlie se me hacía insoportable y no llevé bien su parte, pero todo tiene su explicación: vamos comprobando que gracias a esos cambios, todo acaba encajando a la perfección. Cada uno de esos personajes tiene algo que aportar, incluso el más insignificante.
Walter Hartright es uno de esos protagonistas que van ganando puntos conforme avanza la historia, cuando deja de ser un alma en pena y empieza a mover fichas. Sin embargo, la evolución de sus sentimientos, que oscilan entre el amor pasional y el fraternal según el estado mental de su amada, no me ha convencido en absoluto, como tampoco lo ha hecho la historia de amor en sí. Esta es la parte más débil del argumento. Incluso, casi al final, hay un fallo muy importante de tipo legal relacionado con esa relación. Quizá esté equivocada, pero se ve de forma tan obvia que no creo que sea algo que sólo haya captado yo. Más bien parece un despiste del autor, aunque sea raro.
Afortunadamente, el resto de la trama compensa con creces estos flecos más flojos y, por si esto fuera poco, en las páginas de La dama de blanco vive uno de los mejores malos de la literatura, el fascinante y ambiguo conde Fosco. No quiero hablar demasiado de él, porque es alguien que un lector debe conocer y descifrar por sí mismo, así que me limitaré a los aspectos más superficiales.
Antes de empezar la lectura de la novela, había escuchado tantas cosas de él que estaba deseando conocerlo. Tengo la mala costumbre de imaginarme a los malos con un físico impresionante, atractivos e imponentes, y eso aumentó mi sorpresa cuando por fin vi cómo era. Absolutamente nada de lo que me había figurado sobre él se cumplió. Realmente, él y Marian son los que confieren más calidad a este título, los que más merecen ser recordados una vez terminada la última página.
Como habéis podido suponer, no niego que cambiaría algunas cosas, especialmente el final de uno de los personajes, pero estamos ante una novela que mantiene el suspense hasta el desenlace y se ha ganado por derecho propio su lugar entre los grandes clásicos de la literatura.
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