El ciclo que Alexandre Dumas y Auguste Maquet dedicaron a los mosqueteros se compone de tres novelas: Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne. La segunda de ellas, que es la que nos ocupa, fue publicada por primera vez en Francia en forma de libro en 1845. La editorial responsable fue Baudry.
En España encontramos hoy la edición de Edhasa y la de Cátedra. La primera se puede adquirir como parte de un estuche en el que se incluye la saga completa, que cuesta 39'90 euros y consta de 3200 páginas. Si se prefiere, se puede comprar por separado el primer tomo, con los dos primeros títulos, por un precio de 14 euros. La versión de Cátedra también incluye los dos primeros títulos, pero en este caso el precio es de 30'60 euros.
¿Qué opino yo? (Sin destripes):
Los tres mosqueteros es un libro que me conquistó y cuyos protagonistas llevo en el corazón. Por eso estaba deseosa de leer el resto de títulos de la saga, los cuales, incomprensiblemente, son muy desconocidos.
Ya comenté en la reseña de Los tres mosqueteros que, aunque su calidad es excelente de principio a fin, es una novela que va de más a menos. Sin embargo, en Veinte años después sucede justo al revés. Aunque capta el interés desde el principio, es a partir de la mitad cuando la intriga y el drama alcanzan su máximo apogeo.
Cuando afronté la lectura de Los tres mosqueteros, ya conocía la mayor parte de los hechos que se relataban, por lo que las sorpresas no fueron tantas. En cambio, en esta ocasión no sabía nada de lo que iba a pasar. Esa ha sido una de las razones de que este libro me haya gustado todavía más. Tan sólo acababa de empezar a leer cuando ya me descubrí a mí misma totalmente absorbida por la trama, y no siempre me sucede eso. A veces tengo que leer páginas y páginas hasta que algo capte mi atención.
Lo que digo es incluso más curioso si tenemos en cuenta un aspecto llamativo: lo poquísimo que aparecen los mosqueteros durante buena parte de la novela, cuestión esta que no ha restado ni un ápice de interés. Los sucesos son tan variados; las tramas, tan diversas y los personajes, tan complejos que, aunque parezca increíble, no se echa de menos a los cuatro compañeros.
El eje que vertebra la obra es principalmente político. Una de las figuras más destacadas en todo este entramado es la de Mazarino, continuamente comparado con su predecesor, Richelieu. La diferencia entre ambos caracteres es tan abismal que el antiguo cardenal hasta llega a ser añorado por nuestros cuatro mosqueteros, al considerarlo estos un rival digno de ellos.
Mazarino cuenta con pocos apoyos y, para sorpresa nuestra, el de D’Artagnan es uno de ellos, aunque sólo por conveniencia. El cuerpo de mosqueteros, como sabemos, está al servicio de la corona, bajo cuya protección se encuentra Mazarino. Al gascón, el único de los cuatro amigos que continúa siendo mosquetero, no le queda otra opción que ponerse a su servicio si desea alcanzar sus aspiraciones personales. De este modo, desde el principio se establecen dos bandos: el de la corte, con D’Artagnan, y el de los frondistas, que cuentan entre sus filas con varios antiguos conocidos.
Dumas ha sabido plasmar el paso del tiempo a la perfección. Lo notamos ya en el ansiado reencuentro entre D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis. Se palpa la tirantez y la incomodidad propias de personas que significaron mucho las unas para las otras pero que dejaron transcurrir los años sin volver a verse. Si queréis saber si vuelven a hacer honor al lema “uno para todos y todos para uno”, tendréis que animaros a leer el libro.
Lo que sí puedo decir es que ni la edad ni el alejamiento del campo de batalla han hecho menoscabo en su valor, destreza y temeridad. No obstante, sí se aprecian cambios en ellos. Si del primer libro me declaré incapaz de elegir a un favorito, ahora confieso que el mejor es D’Artagnan, el más inteligente y astuto. De todas formas, todos siguen siendo unos canallas, bravucones y pendencieros, a los que habría mucho que reprocharles, pero en el fondo los tenemos que querer y, de alguna forma, tienen su propio código de honor.
En Athos notaremos una gran metamorfosis. Está en un terreno espiritual muy distinto del de sus compañeros, lo que provoca más de una situación peligrosa y pone a prueba la paciencia de los otros. Gracias a él conocemos quién ese vizconde de Bragelonne del que recibe su título el último libro de la trilogía.
Con Porthos creo que Dumas se ha pasado un poco. Es bobo en extremo, pura fuerza bruta, impulsivo e impaciente.
Aramis es un hipócrita, intrigante y petulante, pero me hace gracia, qué le vamos a hacer.
Volver a ver a los cuatro juntos es muy emocionante, sobre todo porque sus aventuras no giran en torno a un único frente, sino que deben hacerse cargo de distintas misiones relacionadas con hechos históricos reales, al mismo tiempo que están amenazados de muerte por el único antagonista capaz de hacerles temblar.
La acción no decae en ningún momento, ni siquiera cuando ellos no están presentes y tenemos que acompañar, por ejemplo, a los líderes frondistas, al vizconde de Bragelonne, a la reina Ana de Austria o al duque de Beaufort, que protagoniza algunos de los momentos más hilarantes. Me he reído con él como hacía tiempo que no me reía con una novela.
Los diálogos son buenísimos, especialmente los que salen de boca de los cuatro protagonistas. Están cargados, en ocasiones, de sarcasmo, ironía, mala leche y dobles sentidos, sobre todo de la mitad del libro en adelante.
De nuevo hacemos un recorrido geográfico amplio. De París y otras zonas francesas viajamos a la Inglaterra de Carlos I. Aunque Dumas se permite muchísimas licencias, son muchos los lugares, acontecimientos y personajes históricos reales que nos muestra, confiriéndoles un interés que, junto con una trama excelentemente trazada, impele a seguir leyendo.
El Palacio Real
El estilo es el que ya conocemos de Los tres mosqueteros. Además de lo que he comentado de los diálogos, la prosa es muy ágil. Léxico y expresión sencillos y descripciones breves y precisas se ajustan a esa técnica del folletín que Dumas manejaba tan bien.
Aunque El conde de Montecristo es una novela de mayor profundidad psicológica y formalmente más compleja, lo bien que me lo estoy pasando con los mosqueteros puede hacer que acabe considerando las dos composiciones al mismo nivel. Me falta por descubrir qué tiene que ofrecer El vizconde de Bragelonne.
Ya comenté en la reseña de Los tres mosqueteros que, aunque su calidad es excelente de principio a fin, es una novela que va de más a menos. Sin embargo, en Veinte años después sucede justo al revés. Aunque capta el interés desde el principio, es a partir de la mitad cuando la intriga y el drama alcanzan su máximo apogeo.
Cuando afronté la lectura de Los tres mosqueteros, ya conocía la mayor parte de los hechos que se relataban, por lo que las sorpresas no fueron tantas. En cambio, en esta ocasión no sabía nada de lo que iba a pasar. Esa ha sido una de las razones de que este libro me haya gustado todavía más. Tan sólo acababa de empezar a leer cuando ya me descubrí a mí misma totalmente absorbida por la trama, y no siempre me sucede eso. A veces tengo que leer páginas y páginas hasta que algo capte mi atención.
En la calle Tiquetonne se sitúa la fonda de Chevrette, residencia de D'Artagnan
Lo que digo es incluso más curioso si tenemos en cuenta un aspecto llamativo: lo poquísimo que aparecen los mosqueteros durante buena parte de la novela, cuestión esta que no ha restado ni un ápice de interés. Los sucesos son tan variados; las tramas, tan diversas y los personajes, tan complejos que, aunque parezca increíble, no se echa de menos a los cuatro compañeros.
El eje que vertebra la obra es principalmente político. Una de las figuras más destacadas en todo este entramado es la de Mazarino, continuamente comparado con su predecesor, Richelieu. La diferencia entre ambos caracteres es tan abismal que el antiguo cardenal hasta llega a ser añorado por nuestros cuatro mosqueteros, al considerarlo estos un rival digno de ellos.
Mazarino cuenta con pocos apoyos y, para sorpresa nuestra, el de D’Artagnan es uno de ellos, aunque sólo por conveniencia. El cuerpo de mosqueteros, como sabemos, está al servicio de la corona, bajo cuya protección se encuentra Mazarino. Al gascón, el único de los cuatro amigos que continúa siendo mosquetero, no le queda otra opción que ponerse a su servicio si desea alcanzar sus aspiraciones personales. De este modo, desde el principio se establecen dos bandos: el de la corte, con D’Artagnan, y el de los frondistas, que cuentan entre sus filas con varios antiguos conocidos.
Dumas ha sabido plasmar el paso del tiempo a la perfección. Lo notamos ya en el ansiado reencuentro entre D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis. Se palpa la tirantez y la incomodidad propias de personas que significaron mucho las unas para las otras pero que dejaron transcurrir los años sin volver a verse. Si queréis saber si vuelven a hacer honor al lema “uno para todos y todos para uno”, tendréis que animaros a leer el libro.
«No era hechicero, sino sabio, lo cual es muy diferente. No profetizaba el porvenir, pero recordaba lo pasado, lo que es mucho peor a veces». |
Lo que sí puedo decir es que ni la edad ni el alejamiento del campo de batalla han hecho menoscabo en su valor, destreza y temeridad. No obstante, sí se aprecian cambios en ellos. Si del primer libro me declaré incapaz de elegir a un favorito, ahora confieso que el mejor es D’Artagnan, el más inteligente y astuto. De todas formas, todos siguen siendo unos canallas, bravucones y pendencieros, a los que habría mucho que reprocharles, pero en el fondo los tenemos que querer y, de alguna forma, tienen su propio código de honor.
En Athos notaremos una gran metamorfosis. Está en un terreno espiritual muy distinto del de sus compañeros, lo que provoca más de una situación peligrosa y pone a prueba la paciencia de los otros. Gracias a él conocemos quién ese vizconde de Bragelonne del que recibe su título el último libro de la trilogía.
Con Porthos creo que Dumas se ha pasado un poco. Es bobo en extremo, pura fuerza bruta, impulsivo e impaciente.
Aramis es un hipócrita, intrigante y petulante, pero me hace gracia, qué le vamos a hacer.
Volver a ver a los cuatro juntos es muy emocionante, sobre todo porque sus aventuras no giran en torno a un único frente, sino que deben hacerse cargo de distintas misiones relacionadas con hechos históricos reales, al mismo tiempo que están amenazados de muerte por el único antagonista capaz de hacerles temblar.
La acción no decae en ningún momento, ni siquiera cuando ellos no están presentes y tenemos que acompañar, por ejemplo, a los líderes frondistas, al vizconde de Bragelonne, a la reina Ana de Austria o al duque de Beaufort, que protagoniza algunos de los momentos más hilarantes. Me he reído con él como hacía tiempo que no me reía con una novela.
Los diálogos son buenísimos, especialmente los que salen de boca de los cuatro protagonistas. Están cargados, en ocasiones, de sarcasmo, ironía, mala leche y dobles sentidos, sobre todo de la mitad del libro en adelante.
De nuevo hacemos un recorrido geográfico amplio. De París y otras zonas francesas viajamos a la Inglaterra de Carlos I. Aunque Dumas se permite muchísimas licencias, son muchos los lugares, acontecimientos y personajes históricos reales que nos muestra, confiriéndoles un interés que, junto con una trama excelentemente trazada, impele a seguir leyendo.
El Palacio Real
El estilo es el que ya conocemos de Los tres mosqueteros. Además de lo que he comentado de los diálogos, la prosa es muy ágil. Léxico y expresión sencillos y descripciones breves y precisas se ajustan a esa técnica del folletín que Dumas manejaba tan bien.
Aunque El conde de Montecristo es una novela de mayor profundidad psicológica y formalmente más compleja, lo bien que me lo estoy pasando con los mosqueteros puede hacer que acabe considerando las dos composiciones al mismo nivel. Me falta por descubrir qué tiene que ofrecer El vizconde de Bragelonne.
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