Esta novela se publicó por primera vez por entregas en el Reino Unido entre 1847 y 1848. En España, Random House Mondadori la incluyó en su colección Debolsillo en 2004. Está a la venta por 10 euros, aunque no es fácil de encontrar. Tiene 996 páginas y la letra es bastante pequeña.
¿Qué opino yo? (Sin destripes): Éste
es un libro para tomarse con calma, incluso para alternar con otros. Reconozco
que me he llevado con él mucho más tiempo del que suele ser habitual en mí, en
torno a unos dos meses. Lo cierto es que se me ha hecho bastante tedioso.
Normalmente, cuando una novela no me está gustando, la abandono, porque hay
muchos libros maravillosos para disfrutar y muy poco tiempo para hacerlo, y la
lectura para mí es un placer, no un trabajo. Sin embargo, con La feria de las vanidades he hecho una
excepción y he continuado a pesar del escaso interés que me suscitaba. Los
motivos por los que lo he hecho son que me he pasado muchos años queriendo
leerlo y me resultó difícil encontrarlo en librerías, además de que Thackeray
era un escritor admirado por Charlotte Brontë, a quien yo admiro a su vez.
Siendo
sinceros, la obra no contiene un lenguaje complejo, pero Thackeray gusta de lo
alambicado en cuanto al estilo. El autor emplea abundantes disertaciones que se
alejan de la trama principal y hasta secundaria. Es tremendamente participativo
y se introduce a sí mismo en el texto para informarnos en ocasiones de que ha
frecuentado un ambiente determinado, no se le ha permitido el acceso a otro o
ha alternado con alguna persona concreta. Asimismo, vuelve a desviarse del
argumento para hablarnos con demasiada frecuencia para mi gusto de algún
personaje o ser supuestamente famoso que poco o nada tiene que ver con el
relato, y nos cuenta lo que dijo, pensó o hizo. Así fácilmente se rellenan mil
páginas. En este sentido se me ha hecho extremadamente pesado el capítulo 47,
en el que Thackeray narra la historia de Lord Steyne, un personaje que tiene
una importancia discutible, de su familia y, por si fuera poco, de sus
ancestros.
Pese
a que no poseo autoridad suficiente para criticar a un escritor tan reputado,
no puedo dejar de apuntar que comete errores que no se le perdonarían a un
novelista actual. Después de pasarse páginas y páginas contándonos no sólo lo
que piensan y sienten los protagonistas, sino también lo que opina él al
respecto, nos deja caer esta frase:
«Amelia no contestó, y ¿cómo
vamos a saber nosotros lo que pensaba?».
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Pero
lo peor es que algunas páginas después se contradice a sí mismo diciéndonos lo siguiente:
«El novelista que todo lo sabe no
ignora esta circunstancia».
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Los
personajes son arquetípicos y planos, pero parece que Thackeray tenía el
propósito de que así fuera para mostrarnos los estereotipos que conformaban la
sociedad de su época. Sin embargo, para mí no resulta un acierto, puesto que
escaso interés pueden despertar unas personas de las que sabemos cómo van a
actuar en cada momento. A lo largo de las casi mil páginas sólo me he
sorprendido una vez.
Becky
Sharp parece ser la favorita de muchos. A mí me ha parecido típica y
predecible. ¡Cuántos personajes astutos y ambiciosos como ella he podido
conocer! Es inteligente, avariciosa y egoísta. Hoy en día sus triquiñuelas
hubieran servido de poco, pero en el libro consigue prácticamente todo lo que
se propone a pesar de que muchas veces sus trucos e intenciones resultan muy
obvios. En fin, era otra sociedad…
Por
su parte, Amelia Sedley es uno de los personajes más estúpidos y vacuos que he
encontrado en mi vida lectora. Necesita tener algo a lo que idolatrar y centrar
su vida en torno a ello. Todo en ella se reduce a esto. Es de una simpleza
exasperante.
Sólo William Dobbin ha conseguido mantener mínimamente mi curiosidad, ya que deseaba saber
si su lealtad al (incomprensiblemente) objeto de su obsesión sería finalmente
recompensada.
Cuando
Charlotte Brontë pasó una temporada en Bruselas, el profesor Constantine Heger
le aconsejó que eliminase de sus textos todo aquello que no resultara
imprescindible, le enseñó a “sacrificar sin piedad cuanto no contribuya a la
claridad”. Por esto no deja de parecerme curioso que admirase tanto a un autor
que peca de hacer lo contrario.
Quiero
aclarar que no me molestan las disertaciones o las tramas paralelas si ello
contribuye a hacer más interesante la obra. De hecho, es algo que sucede en Don Quijote de la Mancha, uno de mis
libros preferidos, pero no es lo que pasa en La feria de las vanidades, donde no me queda claro adónde quiere
llegar el autor con tanto circunloquio.
Aunque
una cosa buena sí le reconozco: es un gran maestro de la ironía. Puede reírse
de sus propios personajes e incluso de sus propios contemporáneos de tal forma
que ni siquiera pueda entenderse como una ofensa.
«¿Quién no ha observado la
crueldad con que suelen tratarse las mujeres? ¿Ha sufrido nunca el hombre
torturas comparables a las que deben soportar las pobres mujeres de las tiranas
de su sexo? ¡Desgraciadas víctimas!».
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Con lo dicho es obvio que esta obra no me ha gustado nada, pero cada lector tiene su forma personal de vivir la historia en la que se introduce, así que con toda seguridad habrá quien opine lo contrario que yo. Queda por tanto a la libre elección de cada uno si leer o no La feria de las vanidades.
Puntuación: 1 (sobre 5) |