«Hacedlo todo con amor».
Corintios 16:14
Hoy se alzarán muchas voces
contra este día. Alegarán que
es una festividad consumista, que todos los días hay que demostrar el amor que
sentimos por nuestra pareja, etcétera, etcétera. Sin embargo, no sé si esos
cínicos no se dan cuenta de que nuestra sociedad tiene la manía de dedicar un
día a cada cosa que existe: la radio, las bicicletas, la amistad, que las mujeres trabajen, la salud
mental, las enfermedades raras, el orgullo friki, el Medio Ambiente… Y nadie se
queja por eso. ¿Por qué hacerlo por el hecho de que haya un día en el que se
celebre que las personas amen? Mi consejo es que no vivamos amargados por todo;
seamos felices de ver rosas rojas hoy, corazones, dulces de chocolate y
sonrisas llenas de esperanza, e ilusionémonos con que esas sonrisas sigan cada
día. La vida ya hará de las suyas, para bien o para mal, como pudieron
comprobar las personas de las que voy a hablar, esos escritores que dieron
rienda suelta al sentimiento más hermoso que existe, el que es fuerza y
debilidad al mismo tiempo.
Miguel Hernández fue poeta, un poeta que, como muchos otros, tuvo la desgracia de que el azar le situase en la España franquista y morir cuando no debía. Vivió treinta y un años hasta que su estancia en distintas cárceles le hizo enfermar, primero de bronquitis, luego de tifus y, finalmente, de tuberculosis. Murió por la guerra, por el odio, pero vivió con amor.
Antes de conocerse, tanto Josefina y Miguel habían experimentado muy bien los sinsabores de la vida. Desde niños, ambos trabajaban; él, como pastor de cabras; ella, como costurera primero y en una fábrica de seda después. Aunque ambos pudieron estudiar, Miguel no abandonó el pastoreo y, mientras tanto, leía poesía y se convirtió en autodidacta. Con veinte años obtuvo su primer y único premio literario.
Los primeros poemas de Miguel llegaron hasta Josefina, que vio ejemplares de su obra a principios de 1933 y oyó hablar de él. Sin embargo, no se conocieron en persona hasta mediados de ese mismo año en la feria de Orihuela. Desde entonces, él la esperaba cada día a la salida del taller de costura para acompañarla. La muchacha ya le inspiró algunos de sus poemas de amor. Vivieron más de tres años de noviazgo, durante los cuales asesinaron al padre de ella por ser guardia civil. Sufrieron algunos altibajos en su relación, pero en 1937, en plena guerra, los jóvenes contrajeron matrimonio. Él tenía veintiséis años y ella, veintiuno. Miguel, que se había alistado en el bando republicano un año antes, tuvo que escapar durante un breve tiempo para casarse con ella por lo civil.
A finales de 1937 nació su primer hijo, que murió pocos meses después. A principios de 1939, la pareja tuvo el segundo, pero ese mismo año, Miguel entró en prisión. Fueron muchas las cartas que se intercambiaron. Dicen las malas lenguas que él había amado a otras mujeres, como la artista Maruja Mallo y la poetisa María Cegarra, tras una ruptura con Josefina durante su noviazgo, pero lo cierto es que rompió con ellas, volvió con su primer amor y, desde la cárcel, le escribía casi cada día. Frente a la pasional Maruja se alzó la casta Josefina. Él se dirigía a ella como «mi querida nena», «mi querida esposa», «mi querida Josefinilla». Ella seguía siendo su musa, la principal destinataria de sus poemas de amor, aunque tenía que vivir sola con su hijo, una precaria situación económica y las cartas de él. Una vez, el poeta incluso tuvo que escribirle en un trozo de papel higiénico por no tener nada más.
Miguel agonizaba, pero pocos días antes de morir en 1942 pudieron casarse por segunda vez, ahora mediante el rito católico. Según contó ella misma, esa boda fue muy dura, ya que él ni siquiera podía moverse de la cama.
Josefina protegió el legado literario de su marido durante los años más difíciles del franquismo y, con la llegada de la democracia, dedicó su vida a la difusión de la obra de Miguel. Siguió trabajando y lidiando con problemas de glaucoma, hasta que en 1987 un cáncer de mama pudo con ella. Tenía setenta y un años. Hoy descansa junto a Miguel y uno de sus hijos en el cementerio municipal de Alicante.
«Te confieso que he
tenido una experiencia muy grande aquí y que me encuentro muy solo. He sabido
que mujeres como tú hay pocas y he apreciado más tu valor de esta manera... Te
quiero y te querré siempre, porque he nacido para quererte a ti sola. Encuentro
y trato a muchas mujeres. Estoy a diario con mujeres que me hablan y a las que
hablo de muchas cosas, y ninguna encuentro como tú, y mi corazón sólo te quiere
a ti entre todas».
Rosalía de Castro es una de las
conocidas más desconocidas de la literatura española. Siempre se estudia casi
de pasada y no nos detenemos a ver qué difícil tuvo que ser la vida para ella.
No sólo fue una mujer escritora en pleno siglo XIX, sino que se atrevía a
escribir en gallego cuando el español era la lengua de cultura. Desde su mismo
nacimiento, todo fue complicado para ella: se dice que fue fruto de las
relaciones secretas de María Teresa de la Cruz de Castro y Abadía con un
sacerdote, por lo que en su partida de nacimiento puede leerse que era «hija de
padres incógnitos». Sin embargo, su padre no se desentendió de ella y la dejó a
cargo de sus dos hermanas, aunque, por su condición de eclesiástico, no pudo
reconocer la paternidad. La familia de María Teresa, en cambio, impidió que se
relacionara con su hija hasta que pasara el escándalo, por lo que la escritora
no vivió con su madre hasta los quince o dieciséis años.
No se sabe si Rosalía llegó a cursar estudios, pero eso no frenó sus ansias de expresarse a través de la escritura, pese a sus faltas de ortografía. En 1857, cuando tenía veinte años, publicó su primer libro de versos, que fue el que hizo que Manuel Murguía entrara en su vida. Era él colaborador en periódicos y revistas. Tras conocer ese poemario, escribió una crítica alabándola en La Iberia. Si él había llegado a conocerla antes de elogiarla públicamente, se desconoce, aunque algunos biógrafos opinan que sí, ya que en esos versos se nota aún la inexperiencia de la joven y las palabras de él podrían parecer excesivas. No obstante, en ese artículo, Manuel confesó percibir un gran talento y animó a la muchacha a seguir escribiendo. Tal vez fue el empujón que ella necesitaba; de lo que no cabe duda es de que él fue un enorme apoyo intelectual y social para ella, ya que la introdujo en el circuito literario de la época y se convirtió en su primer descubridor.
No se sabe si Rosalía llegó a cursar estudios, pero eso no frenó sus ansias de expresarse a través de la escritura, pese a sus faltas de ortografía. En 1857, cuando tenía veinte años, publicó su primer libro de versos, que fue el que hizo que Manuel Murguía entrara en su vida. Era él colaborador en periódicos y revistas. Tras conocer ese poemario, escribió una crítica alabándola en La Iberia. Si él había llegado a conocerla antes de elogiarla públicamente, se desconoce, aunque algunos biógrafos opinan que sí, ya que en esos versos se nota aún la inexperiencia de la joven y las palabras de él podrían parecer excesivas. No obstante, en ese artículo, Manuel confesó percibir un gran talento y animó a la muchacha a seguir escribiendo. Tal vez fue el empujón que ella necesitaba; de lo que no cabe duda es de que él fue un enorme apoyo intelectual y social para ella, ya que la introdujo en el circuito literario de la época y se convirtió en su primer descubridor.
Manuel confesó haber conocido a
Rosalía ese mismo año, 1857, aunque hay testimonios que lo ponen en duda. El
caso es que a raíz de la crítica de él y gracias a un amigo común, la pareja se
fue acercando y en 1858 contrajo matrimonio. Él siempre creyó en la gran
capacidad de ella y llegó a ser uno de sus principales biógrafos, aunque una
agitada vida política los mantuvo separados durante largos intervalos de tiempo.
Ella misma se lo llegó a recriminar alguna vez:
«Tú ya sabes que cuando
estoy enferma me pongo de un humor del diablo, todo lo veo negro, y añadiendo a
esto, que no te veo, y nuestras circunstancias malditas cien veces, con una
bilis como la mía, no hay remedio sino redactar una carta como ésta,
precisamente cuando va dirigida a la persona que más se quiere en el mundo y a
la única a quien se le pueden decir estas cosas».
«Y es que en ella todo era extremo,
vivo, intenso, y su corazón enfermo saltaba dentro del pecho con una violencia
y un ruido que hacía estremecer».
Para 1863, la autora ya había
compuesto los Cantares gallegos, pero fue Manuel quien, con total
desconocimiento por parte de su esposa, decidió entregarlos a la imprenta. El
libro fue un gran éxito.
La salud de la escritora gallega
siempre fue frágil. Padeció un cáncer de cuello de útero que fue empeorando
progresivamente desde 1883. Antes de morir en 1885, pasó tres días de inmensa
agonía. Deliraba cuando pronunció sus últimas palabras, dirigidas a su hija
Alejandra: «abre esa ventana, que quiero ver el mar». Sin embargo, desde donde
se encontraba era imposible ver el mar, mar que siempre había sido para ella
una tentación de suicidio. Murió con cuarenta y ocho años.
Manuel continuó viviendo hasta
1923. Poco antes de morir destruyó las cartas que conservaba de su mujer. Dejó
una nota en la que explicaba su decisión:
«Verdaderamente la vejez es un misterio, una cosa sin nombre, cuando he podido leer aquellas cartas que me hablaban de mis días pasados, sin que mi corazón ni mis ojos sangraran, ¿para qué?, parece que me decían. Si hemos de vernos pronto, ya hablaremos en el más allá. Preparémonos a dormir nuestro eterno sueño, nuestro sueño de paz».
«Verdaderamente la vejez es un misterio, una cosa sin nombre, cuando he podido leer aquellas cartas que me hablaban de mis días pasados, sin que mi corazón ni mis ojos sangraran, ¿para qué?, parece que me decían. Si hemos de vernos pronto, ya hablaremos en el más allá. Preparémonos a dormir nuestro eterno sueño, nuestro sueño de paz».
Esta fue una relación realmente curiosa, especialmente por el carácter
de ella, de quien se dice que se comportó como una auténtica madrastra de
cuento.
Arthur tuvo un primer matrimonio con Louise Hawkins, con la que
engendró dos hijos. La boda se celebró en 1885 y en 1893 a Louise le
diagnosticaron tuberculosis. Pese a ser un marido atento, aparentemente
preocupado por su salud, desde 1897 Arthur amaba a otra mujer, Jean, quien se
convirtió en el gran amor de su vida. Lo suyo fue un flechazo, amor a primera
vista.
El escritor siempre insistió en que en vida de Louise la relación con
Jean fue puramente platónica, pero lo cierto es que el romance existía y lo que
Arthur y ella hicieron en la intimidad quedó entre ellos, o al menos así debería
haber sido, porque Louise sospechó. Incluso avisó a su hija mayor que no debía
sorprenderse si él se casaba de nuevo.
Louise vivió hasta 1906. Arthur y Jean tuvieron el decoro de esperar un
año para contraer matrimonio, después de diez años amándose en secreto. Él tenía
cuarenta y siete años y ella, treinta y uno. Tanto la quiso él que, para
complacerla, mantuvo lejos a los dos hijos que tuvo con Louise.
Juntos fueron felices y tuvieron tres hijos. Cuando Arthur se convirtió
en uno de los principales defensores de la causa espiritista, Jean pareció
desarrollar unos extraños poderes de médium. Afirmaba que recibía mensajes de
los difuntos de las dos familias, aunque nunca recibió ninguno de la pobre
Louise.
Juntos organizaron sesiones de espiritismo, una de las cuales suscitó
un tremendo disgusto a su entonces amigo Houdini, ya que Jean, supuestamente
poseída por el espíritu de la madre del mago, escribió una carta dirigida a
este. El problema es que estaba en inglés, lengua que la mujer nunca conoció.
Arthur y su esposa alegaron que los muertos se hacen más cultos con el tiempo y
que, por tanto, la madre de Houdini debió de aprender la lengua anglosajona en
el cielo.
Así vivieron hasta la muerte de Arthur en 1930. La mayor parte del
patrimonio del autor fue para Jean y sus tres hijos. Ella le sobrevivió diez años. En sus memorias, él había escrito estas palabras referidas a Jean:
«El 18 de septiembre de 1907 me casé con la señorita Jean Leckie, la hija más joven de una familia de Blackheath a la que conocía desde hacía años, y que era una querida amiga de mi madre y hermana. Hay algunas cosas que uno siente demasiado íntimamente para poder expresar, y sólo puedo decir que los años han pasado sin que una sombra llegue a estropear por un momento el sol de mi verano indio que ahora se profundiza hasta un otoño dorado».
«El 18 de septiembre de 1907 me casé con la señorita Jean Leckie, la hija más joven de una familia de Blackheath a la que conocía desde hacía años, y que era una querida amiga de mi madre y hermana. Hay algunas cosas que uno siente demasiado íntimamente para poder expresar, y sólo puedo decir que los años han pasado sin que una sombra llegue a estropear por un momento el sol de mi verano indio que ahora se profundiza hasta un otoño dorado».
Él era dramaturgo y ella, una dama del teatro. Todo estaba predestinado para que se conociesen. Cuando apenas contaba con veintidós años, Victoria recibió un telegrama en el que le ofrecían un papel en una obra de Buero en el Teatro Nacional María Guerrero. Nunca se habían visto, pero para entonces, Antonio, con treinta y ocho años, ya era un autor consagrado. Victoria no dudó y dijo sí a su participación en el drama, cuyo título era Hoy es fiesta. Corría el año 1956.
Se conocieron en los ensayos. Él acudía todos los días y después se iban a tomar algo al Café Gijón, primero en grupo y más adelante, solos. Victoria creía que Antonio iba a los ensayos por otra chica, una salvadoreña de quien ella misma dijo que era bellísima, pero era Victoria quien se estaba ganando su corazón.
Ella le hablaba de usted y él, por educación, le pagaba alguna que otra consumición, igual que a otras actrices, pero sólo a ella le hizo llegar el día del estreno una bonita caja de tela llena de terrones de azúcar. Antonio tenía miedo de formar una familia que viviera sólo del teatro, pero finalmente sus sentimientos por ella fueron más fuertes y se le declaró. Ella aceptó y se casaron en 1959.
Su viaje de novios por Andalucía duró un mes y su vida de casados transcurrió con una rutina deliciosa para ellos. Ella representó algunas obras de él. Vivían el día a día. A él le gustaba estar en pijama y escribir en la mesa del salón, aunque tuviera a sus dos hijos correteando por allí. Nunca quiso preocuparla hablándole de su sufrimiento anterior en la cárcel a causa del franquismo, aunque no olvidó a los que allí había conocido, como Miguel Hernández. Pese a todo, Antonio siempre fue un hombre optimista.
Victoria siempre lo acompañó en ese mundo al que ambos pertenecían, el del teatro, pero en el que él tenía la mayor fama. Llegaron a vivir malos momentos por culpa de la dictadura franquista, hasta el punto de tener que marcharse meses a Estados Unidos para poder seguir viviendo. En las dificultades permanecieron unidos.
En 1986, su segundo hijo, Enrique, murió en un accidente. Años más tarde Victoria confesó que uno se acostumbra a vivir con ello, pero jamás se supera; ni ella ni Antonio lo hicieron, pero tenían que seguir viviendo. Lo hicieron juntos y con tanto amor como siempre se habían tenido.
Antonio murió en el año 2000 con ochenta y tres años a causa de una parada cardiorrespiratoria. Se despidieron en el mismo lugar en que se habían conocido, el Teatro María Guerrero, donde él tuvo su capilla ardiente.
Victoria, que nació en 1931, continúa viva. En una entrevista de 2016 declaró esto:
«Aún le amo demasiado. Antonio fue todo en mi vida. Hace ya dieciséis años que murió y aún está presente en todos los rincones. Entre los libros, los cuadros o en los dibujos que lucen orgullosos en las paredes. En cualquier parte».
Este fue un amor no correspondido que empezó a una edad muy temprana y duró algunos años. Louisa tenía sólo ocho años cuando su familia se trasladó a Concord, en Massachusetts. Fue allí donde la célebre autora compuso su primer poema, inspirado en un humilde petirrojo, pero también donde conoció a Henry, que era quince años mayor que ella. A Louisa le encantaba pasear cerca de la casa de la familia Thoreau, situada en lo más recóndito del pequeño valle en el que vivían.
Con la llegada de Nathaniel Hawthorne se formó un grupo inseparable de amigos e intelectuales: el propio Hawthorne, Louisa, Henry y Ralph Waldo Emerson. Los tres mayores permitían a la joven acceder a sus bibliotecas. Ella cada día disfrutaba más de sus conversaciones con Henry.
La familia Alcott vivió algunos apuros y tuvo que mudarse durante un año. A su vuelta, Louisa recuperó su alegría anterior y retomó el contacto con sus antiguos amigos.
En 1846, la autora tenía catorce años. Fue cuando cayó enamorada de Henry, a quien siempre había admirado. Él, en cambio, ni se había dado cuenta de lo que le pasaba a ella por la cabeza, aunque Louisa era feliz estando a su lado, escribiendo sus primeros cuentos y leyendo a sus autores preferidos.
Pasaron los meses y Louisa empezó a publicar. Henry vivía solo en una casa que se había construido a orillas de un lago. Seguía sin dar muestras de tener ningún sentimiento especial por Louisa, más allá de una amistad. Ella empezó a perder las esperanzas y a pensar que no volvería a enamorarse nunca.
Un día, la muchacha fue con su familia a visitarlo a su cabaña. Fue el día en que más cerca estuvo de declarársele. Caminando los dos solos, él le tomó la mano. Luego dieron un paseo en barca durante el cual él tocó algunas melodías con su flauta. Desembarcaron en un prado lleno de flores y estuvieron recogiendo algunas. Cuando estaba llegando el ocaso, tras una caminata por el bosque, regresaron con el resto del grupo. Louisa no sólo no le había dicho nada, sino que se dio cuenta de que nunca sería para él nada más que una amiga.
Los Alcott tuvieron que volver a mudarse y la carrera de Louisa fue despegando. En 1862 ella supo que él estaba enfermo. Llevaba ya años padeciendo una tuberculosis. Quizá su pasión ya no era la misma, pero seguía sintiendo un enorme afecto por él. Era el primer hombre del que había estado enamorada. Louisa sabía que verle en ese estado le provocaría un enorme dolor, pero quería visitarlo.
Henry ya no podía levantarse de la cama. Cuando alguien iba a verlo, se hacía llevar hasta la puerta de su casa para que le sentaran allí y evitarle al visitante un mal trago al verlo postrado en el lecho. Así debió de verle ella por última vez. Su gran amigo y mentor murió con cuarenta y cuatro años, el 6 de mayo de 1862.
Años después, Louisa conoció a un joven, su Laddie, que le recordaba mucho a Henry, pero esa es otra historia.
Si tenéis un ratito, contadme si conocíais estos romances. ¿Os ha llamado la atención alguno?