Especial San Valentín: Aquellos escritores que también amaron (2ª parte)

14/02/2017
«Hacedlo todo con amor».

Corintios 16:14


     Hoy se alzarán muchas voces contra este día. Alegarán que es una festividad consumista, que todos los días hay que demostrar el amor que sentimos por nuestra pareja, etcétera, etcétera. Sin embargo, no sé si esos cínicos no se dan cuenta de que nuestra sociedad tiene la manía de dedicar un día a cada cosa que existe: la radio, las bicicletas, la amistad, que las mujeres trabajen, la salud mental, las enfermedades raras, el orgullo friki, el Medio Ambiente… Y nadie se queja por eso. ¿Por qué hacerlo por el hecho de que haya un día en el que se celebre que las personas amen? Mi consejo es que no vivamos amargados por todo; seamos felices de ver rosas rojas hoy, corazones, dulces de chocolate y sonrisas llenas de esperanza, e ilusionémonos con que esas sonrisas sigan cada día. La vida ya hará de las suyas, para bien o para mal, como pudieron comprobar las personas de las que voy a hablar, esos escritores que dieron rienda suelta al sentimiento más hermoso que existe, el que es fuerza y debilidad al mismo tiempo.
 
MIGUEL HERNÁNDEZ Y JOSEFINA MANRESA




    Miguel Hernández fue poeta, un poeta que, como muchos otros, tuvo la desgracia de que el azar le situase en la España franquista y morir cuando no debía. Vivió treinta y un años hasta que su estancia en distintas cárceles le hizo enfermar, primero de bronquitis, luego de tifus y, finalmente, de tuberculosis. Murió por la guerra, por el odio, pero vivió con amor.

    Antes de conocerse, tanto Josefina y Miguel habían experimentado muy bien los sinsabores de la vida. Desde niños, ambos trabajaban; él, como pastor de cabras; ella, como costurera primero y en una fábrica de seda después. Aunque ambos pudieron estudiar, Miguel no abandonó el pastoreo y, mientras tanto, leía poesía y se convirtió en autodidacta. Con veinte años obtuvo su primer y único premio literario.

    Los primeros poemas de Miguel llegaron hasta Josefina, que vio ejemplares de su obra a principios de 1933 y oyó hablar de él. Sin embargo, no se conocieron en persona hasta mediados de ese mismo año en la feria de Orihuela. Desde entonces, él la esperaba cada día a la salida del taller de costura para acompañarla. La muchacha ya le inspiró algunos de sus poemas de amor. Vivieron más de tres años de noviazgo, durante los cuales asesinaron al padre de ella por ser guardia civil. Sufrieron algunos altibajos en su relación, pero en 1937, en plena guerra, los jóvenes contrajeron matrimonio. Él tenía veintiséis años y ella, veintiuno. Miguel, que se había alistado en el bando republicano un año antes, tuvo que escapar durante un breve tiempo para casarse con ella por lo civil.

    A finales de 1937 nació su primer hijo, que murió pocos meses después. A principios de 1939, la pareja tuvo el segundo, pero ese mismo año, Miguel entró en prisión. Fueron muchas las cartas que se intercambiaron. Dicen las malas lenguas que él había amado a otras mujeres, como la artista Maruja Mallo y la poetisa María Cegarra, tras una ruptura con Josefina durante su noviazgo, pero lo cierto es que rompió con ellas, volvió con su primer amor y, desde la cárcel, le escribía casi cada día. Frente a la pasional Maruja se alzó la casta Josefina. Él se dirigía a ella como «mi querida nena», «mi querida esposa», «mi querida Josefinilla». Ella seguía siendo su musa, la principal destinataria de sus poemas de amor, aunque tenía que vivir sola con su hijo, una precaria situación económica y las cartas de él. Una vez, el poeta incluso tuvo que escribirle en un trozo de papel higiénico por no tener nada más.

     Miguel agonizaba, pero pocos días antes de morir en 1942 pudieron casarse por segunda vez, ahora mediante el rito católico. Según contó ella misma, esa boda fue muy dura, ya que él ni siquiera podía moverse de la cama.

    Josefina protegió el legado literario de su marido durante los años más difíciles del franquismo y, con la llegada de la democracia, dedicó su vida a la difusión de la obra de Miguel. Siguió trabajando y lidiando con problemas de glaucoma, hasta que en 1987 un cáncer de mama pudo con ella. Tenía setenta y un años. Hoy descansa junto a Miguel y uno de sus hijos en el cementerio municipal de Alicante.


    «Te confieso que he tenido una experiencia muy grande aquí y que me encuentro muy solo. He sabido que mujeres como tú hay pocas y he apreciado más tu valor de esta manera... Te quiero y te querré siempre, porque he nacido para quererte a ti sola. Encuentro y trato a muchas mujeres. Estoy a diario con mujeres que me hablan y a las que hablo de muchas cosas, y ninguna encuentro como tú, y mi corazón sólo te quiere a ti entre todas».


ROSALÍA DE CASTRO Y MANUEL MURGUÍA




    Rosalía de Castro es una de las conocidas más desconocidas de la literatura española. Siempre se estudia casi de pasada y no nos detenemos a ver qué difícil tuvo que ser la vida para ella. No sólo fue una mujer escritora en pleno siglo XIX, sino que se atrevía a escribir en gallego cuando el español era la lengua de cultura. Desde su mismo nacimiento, todo fue complicado para ella: se dice que fue fruto de las relaciones secretas de María Teresa de la Cruz de Castro y Abadía con un sacerdote, por lo que en su partida de nacimiento puede leerse que era «hija de padres incógnitos». Sin embargo, su padre no se desentendió de ella y la dejó a cargo de sus dos hermanas, aunque, por su condición de eclesiástico, no pudo reconocer la paternidad. La familia de María Teresa, en cambio, impidió que se relacionara con su hija hasta que pasara el escándalo, por lo que la escritora no vivió con su madre hasta los quince o dieciséis años.

     No se sabe si Rosalía llegó a cursar estudios, pero eso no frenó sus ansias de expresarse a través de la escritura, pese a sus faltas de ortografía. En 1857, cuando tenía veinte años, publicó su primer libro de versos, que fue el que hizo que Manuel Murguía entrara en su vida. Era él colaborador en periódicos y revistas. Tras conocer ese poemario, escribió una crítica alabándola en La Iberia. Si él había llegado a conocerla antes de elogiarla públicamente, se desconoce, aunque algunos biógrafos opinan que sí, ya que en esos versos se nota aún la inexperiencia de la joven y las palabras de él podrían parecer excesivas. No obstante, en ese artículo, Manuel confesó percibir un gran talento y animó a la muchacha a seguir escribiendo. Tal vez fue el empujón que ella necesitaba; de lo que no cabe duda es de que él fue un enorme apoyo intelectual y social para ella, ya que la introdujo en el circuito literario de la época y se convirtió en su primer descubridor.

    Manuel confesó haber conocido a Rosalía ese mismo año, 1857, aunque hay testimonios que lo ponen en duda. El caso es que a raíz de la crítica de él y gracias a un amigo común, la pareja se fue acercando y en 1858 contrajo matrimonio. Él siempre creyó en la gran capacidad de ella y llegó a ser uno de sus principales biógrafos, aunque una agitada vida política los mantuvo separados durante largos intervalos de tiempo. Ella misma se lo llegó a recriminar alguna vez:

    «Tú ya sabes que cuando estoy enferma me pongo de un humor del diablo, todo lo veo negro, y añadiendo a esto, que no te veo, y nuestras circunstancias malditas cien veces, con una bilis como la mía, no hay remedio sino redactar una carta como ésta, precisamente cuando va dirigida a la persona que más se quiere en el mundo y a la única a quien se le pueden decir estas cosas».

    Tuvieron siete hijos, pero dos murieron demasiado pronto. Rosalía jamás se recuperó y vivió sumida en un tremendo pesimismo y continuas depresiones. Manuel escribió esto de ella:
 
    «Y es que en ella todo era extremo, vivo, intenso, y su corazón enfermo saltaba dentro del pecho con una violencia y un ruido que hacía estremecer».

     Para 1863, la autora ya había compuesto los Cantares gallegos, pero fue Manuel quien, con total desconocimiento por parte de su esposa, decidió entregarlos a la imprenta. El libro fue un gran éxito.

    La salud de la escritora gallega siempre fue frágil. Padeció un cáncer de cuello de útero que fue empeorando progresivamente desde 1883. Antes de morir en 1885, pasó tres días de inmensa agonía. Deliraba cuando pronunció sus últimas palabras, dirigidas a su hija Alejandra: «abre esa ventana, que quiero ver el mar». Sin embargo, desde donde se encontraba era imposible ver el mar, mar que siempre había sido para ella una tentación de suicidio. Murió con cuarenta y ocho años.

    Manuel continuó viviendo hasta 1923. Poco antes de morir destruyó las cartas que conservaba de su mujer. Dejó una nota en la que explicaba su decisión:
 
    «Verdaderamente la vejez es un misterio, una cosa sin nombre, cuando he podido leer aquellas cartas que me hablaban de mis días pasados, sin que mi corazón ni mis ojos sangraran, ¿para qué?, parece que me decían. Si hemos de vernos pronto, ya hablaremos en el más allá. Preparémonos a dormir nuestro eterno sueño, nuestro sueño de paz».
 


ARTHUR CONAN DOYLE Y JEAN LECKIE




    Esta fue una relación realmente curiosa, especialmente por el carácter de ella, de quien se dice que se comportó como una auténtica madrastra de cuento.

    Arthur tuvo un primer matrimonio con Louise Hawkins, con la que engendró dos hijos. La boda se celebró en 1885 y en 1893 a Louise le diagnosticaron tuberculosis. Pese a ser un marido atento, aparentemente preocupado por su salud, desde 1897 Arthur amaba a otra mujer, Jean, quien se convirtió en el gran amor de su vida. Lo suyo fue un flechazo, amor a primera vista.

     El escritor siempre insistió en que en vida de Louise la relación con Jean fue puramente platónica, pero lo cierto es que el romance existía y lo que Arthur y ella hicieron en la intimidad quedó entre ellos, o al menos así debería haber sido, porque Louise sospechó. Incluso avisó a su hija mayor que no debía sorprenderse si él se casaba de nuevo.

     Louise vivió hasta 1906. Arthur y Jean tuvieron el decoro de esperar un año para contraer matrimonio, después de diez años amándose en secreto. Él tenía cuarenta y siete años y ella, treinta y uno. Tanto la quiso él que, para complacerla, mantuvo lejos a los dos hijos que tuvo con Louise.

    Juntos fueron felices y tuvieron tres hijos. Cuando Arthur se convirtió en uno de los principales defensores de la causa espiritista, Jean pareció desarrollar unos extraños poderes de médium. Afirmaba que recibía mensajes de los difuntos de las dos familias, aunque nunca recibió ninguno de la pobre Louise. 

    Juntos organizaron sesiones de espiritismo, una de las cuales suscitó un tremendo disgusto a su entonces amigo Houdini, ya que Jean, supuestamente poseída por el espíritu de la madre del mago, escribió una carta dirigida a este. El problema es que estaba en inglés, lengua que la mujer nunca conoció. Arthur y su esposa alegaron que los muertos se hacen más cultos con el tiempo y que, por tanto, la madre de Houdini debió de aprender la lengua anglosajona en el cielo.

      Así vivieron hasta la muerte de Arthur en 1930. La mayor parte del patrimonio del autor fue para Jean y sus tres hijos. Ella le sobrevivió diez años. En sus memorias, él había escrito estas palabras referidas a Jean:

    «El 18 de septiembre de 1907 me casé con la señorita Jean Leckie, la hija más joven de una familia de Blackheath a la que conocía desde hacía años, y que era una querida amiga de mi madre y hermana. Hay algunas cosas que uno siente demasiado íntimamente para poder expresar, y sólo puedo decir que los años han pasado sin que una sombra llegue a estropear por un momento el sol de mi verano indio que ahora se profundiza hasta un otoño dorado».

 
ANTONIO BUERO VALLEJO Y VICTORIA RODRÍGUEZ



    Él era dramaturgo y ella, una dama del teatro. Todo estaba predestinado para que se conociesen. Cuando apenas contaba con veintidós años, Victoria recibió un telegrama en el que le ofrecían un papel en una obra de Buero en el Teatro Nacional María Guerrero. Nunca se habían visto, pero para entonces, Antonio, con treinta y ocho años, ya era un autor consagrado. Victoria no dudó y dijo sí a su participación en el drama, cuyo título era Hoy es fiesta. Corría el año 1956. 

    Se conocieron en los ensayos. Él acudía todos los días y después se iban a tomar algo al Café Gijón, primero en grupo y más adelante, solos. Victoria creía que Antonio iba a los ensayos por otra chica, una salvadoreña de quien ella misma dijo que era bellísima, pero era Victoria quien se estaba ganando su corazón. 

    Ella le hablaba de usted y él, por educación, le pagaba alguna que otra consumición, igual que a otras actrices, pero sólo a ella le hizo llegar el día del estreno una bonita caja de tela llena de terrones de azúcar. Antonio tenía miedo de formar una familia que viviera sólo del teatro, pero finalmente sus sentimientos por ella fueron más fuertes y se le declaró. Ella aceptó y se casaron en 1959. 

    Su viaje de novios por Andalucía duró un mes y su vida de casados transcurrió con una rutina deliciosa para ellos. Ella representó algunas obras de él. Vivían el día a día. A él le gustaba estar en pijama y escribir en la mesa del salón, aunque tuviera a sus dos hijos correteando por allí. Nunca quiso preocuparla hablándole de su sufrimiento anterior en la cárcel a causa del franquismo, aunque no olvidó a los que allí había conocido, como Miguel Hernández. Pese a todo, Antonio siempre fue un hombre optimista. 

     Victoria siempre lo acompañó en ese mundo al que ambos pertenecían, el del teatro, pero en el que él tenía la mayor fama. Llegaron a vivir malos momentos por culpa de la dictadura franquista, hasta el punto de tener que marcharse meses a Estados Unidos para poder seguir viviendo. En las dificultades permanecieron unidos. 

    En 1986, su segundo hijo, Enrique, murió en un accidente. Años más tarde Victoria confesó que uno se acostumbra a vivir con ello, pero jamás se supera; ni ella ni Antonio lo hicieron, pero tenían que seguir viviendo. Lo hicieron juntos y con tanto amor como siempre se habían tenido. 


    Antonio murió en el año 2000 con ochenta y tres años a causa de una parada cardiorrespiratoria. Se despidieron en el mismo lugar en que se habían conocido, el Teatro María Guerrero, donde él tuvo su capilla ardiente. Victoria, que nació en 1931, continúa viva. En una entrevista de 2016 declaró esto: 

    «Aún le amo demasiado. Antonio fue todo en mi vida. Hace ya dieciséis años que murió y aún está presente en todos los rincones. Entre los libros, los cuadros o en los dibujos que lucen orgullosos en las paredes. En cualquier parte».

 
LOUISA MAY ALCOTT Y HENRY DAVID THOREAU



    Este fue un amor no correspondido que empezó a una edad muy temprana y duró algunos años. Louisa tenía sólo ocho años cuando su familia se trasladó a Concord, en Massachusetts. Fue allí donde la célebre autora compuso su primer poema, inspirado en un humilde petirrojo, pero también donde conoció a Henry, que era quince años mayor que ella. A Louisa le encantaba pasear cerca de la casa de la familia Thoreau, situada en lo más recóndito del pequeño valle en el que vivían. 

    Con la llegada de Nathaniel Hawthorne se formó un grupo inseparable de amigos e intelectuales: el propio Hawthorne, Louisa, Henry y Ralph Waldo Emerson. Los tres mayores permitían a la joven acceder a sus bibliotecas. Ella cada día disfrutaba más de sus conversaciones con Henry. 

    La familia Alcott vivió algunos apuros y tuvo que mudarse durante un año. A su vuelta, Louisa recuperó su alegría anterior y retomó el contacto con sus antiguos amigos. En 1846, la autora tenía catorce años. Fue cuando cayó enamorada de Henry, a quien siempre había admirado. Él, en cambio, ni se había dado cuenta de lo que le pasaba a ella por la cabeza, aunque Louisa era feliz estando a su lado, escribiendo sus primeros cuentos y leyendo a sus autores preferidos. 

    Pasaron los meses y Louisa empezó a publicar. Henry vivía solo en una casa que se había construido a orillas de un lago. Seguía sin dar muestras de tener ningún sentimiento especial por Louisa, más allá de una amistad. Ella empezó a perder las esperanzas y a pensar que no volvería a enamorarse nunca. 

    Un día, la muchacha fue con su familia a visitarlo a su cabaña. Fue el día en que más cerca estuvo de declarársele. Caminando los dos solos, él le tomó la mano. Luego dieron un paseo en barca durante el cual él tocó algunas melodías con su flauta. Desembarcaron en un prado lleno de flores y estuvieron recogiendo algunas. Cuando estaba llegando el ocaso, tras una caminata por el bosque, regresaron con el resto del grupo. Louisa no sólo no le había dicho nada, sino que se dio cuenta de que nunca sería para él nada más que una amiga. 

    Los Alcott tuvieron que volver a mudarse y la carrera de Louisa fue despegando. En 1862 ella supo que él estaba enfermo. Llevaba ya años padeciendo una tuberculosis. Quizá su pasión ya no era la misma, pero seguía sintiendo un enorme afecto por él. Era el primer hombre del que había estado enamorada. Louisa sabía que verle en ese estado le provocaría un enorme dolor, pero quería visitarlo. 

    Henry ya no podía levantarse de la cama. Cuando alguien iba a verlo, se hacía llevar hasta la puerta de su casa para que le sentaran allí y evitarle al visitante un mal trago al verlo postrado en el lecho. Así debió de verle ella por última vez. Su gran amigo y mentor murió con cuarenta y cuatro años, el 6 de mayo de 1862. 

    Años después, Louisa conoció a un joven, su Laddie, que le recordaba mucho a Henry, pero esa es otra historia. 


Si tenéis un ratito, contadme si conocíais estos romances. ¿Os ha llamado la atención alguno? 

La dama de blanco

12/02/2017
 

     Wilkie Collins empezó a escribir esta novela en 1859 y fue publicándola por entregas durante ese año y el siguiente en la revista All the Year Round. Se editó en forma de libro por primera vez en 1860. 

     En España está publicada hoy por hoy por Penguin Clásicos en una edición en tapa blanda con 880 paginas. Su precio es de 12'95 euros. Con el título de La mujer de blanco lo han publicado Alianza Editorial (14'50 euros, 832 páginas) y Verticales de Bolsillo (10 euros, 768 páginas), ambas también en tapa blanda.

     La historia se ha llevado en varias ocasiones a la pequeña y gran pantalla: existen dos versiones mudas, de 1917 y 1929 respectivamente, una producción británica de 1940 que lleva por título Crimes at the Dark House, una película titulada La mujer de blanco de 1948, otra de 1997 y una miniserie de la BBC del año 1982.

¿De qué va?: 

    Walter Hartright se traslada a Limmeridge para dar clases de dibujo a Laura, una joven y rica heredera, sobrina del barón Frederick Fairlie. Poco antes de irse, tropieza con una misteriosa dama vestida de blanco que le habla de Limmeridge y de su propietaria fallecida, la señora Fairlie. Desde el principio, Walter siente una gran atracción por Laura, quien está prometida con sir Percival Glyde, que sólo busca arrebatarle su herencia, pero se interpone en su camino la misteriosa dama de blanco.


¿Qué opino yo? (Sin destripes):

    Mi primera incursión en la obra de Wilkie Collins fue con Marido y mujer, y no me gustó. Eso hizo que tardara en animarme con otro de sus libros, a pesar de tener pendiente La dama de blanco desde hacía bastante. Ni siquiera las buenas críticas me resultaban lo suficientemente persuasivas para aparcar otras novelas y centrarme en esta de Collins. Sin embargo, después de pasarme demasiado tiempo retrasando lo inevitable, a finales de 2016 por fin me decidí a leerla, y ahora me arrepiento de no haberlo hecho antes, pero como se suele decir, nunca es tarde si la dicha es buena. 

   Mientras que en Marido y mujer el estilo me pareció alambicado y la historia con escaso interés para mí, La dama de blanco me atrapó desde el primer instante con una prosa cuidada pero precisa y un enigma que no tarda en empezar a desarrollarse y complicarse.

   El inicio de la novela ya es un acierto pleno; la misteriosa aparición de una extraña mujer vestida de blanco su encuentro con uno de los protagonistas me dejó con tantas preguntas y curiosidad como a él. Ella es la primera baza del escritor para atrapar al lector, sobre todo porque cada vez que se hace mención a ella o vuelve a estar presente en la acción, el desasosiego se apodera tanto del resto de personajes como de nosotros mismos y se logra que la intriga sea permanente hasta el final. Es uno de los cebos mejor usados que he encontrado nunca en un libro. 

    No obstante, tengo que criticar a Collins por el frío trato que le dispensa a un personaje que tanto le ha aportado, ya que para todos los que desfilan por la obra, esta rara muchacha es simplemente un medio para obtener o descubrir algo, incluso para los protagonistas. De estos tengo muchas cosas que decir, y bastante desiguales, por cierto. Mientras me quito el sombrero ante nombres como los de Marian Halcombe y el conde Fosco, me pregunto en qué estaba pensando Collins cuando creó a Laura Fairlie, otra insulsa más que se incorpora a la amplia lista de seres soporíferos y planos que pueblan la literatura. Es una de esas damitas que se desmayan, lloran con frecuencia y parecen resignadas a sufrir un destino cruel, aunque muchos de los que las rodean las adoran porque sí. 


     Con todo, Laura y la mujer de blanco son el motor que hace actuar a los demás, si bien hay que tener en cuenta la gran diferencia entre ellas, ya que la segunda hace que sucedan las cosas, mientras que la primera es un pasmarote que mira cómo pasan. A su lado, Marian, valerosa, inteligente y decidida, brilla muchísimo más. Sola y sin medios y apoyos apropiados afronta los grandes peligros que una inteligencia retorcida y elevada va tejiendo en torno a ella y su hermana. Me resulta muy curioso que no tenga pelos en la lengua a la hora de expresar la baja estima que siente por las de su sexo, pero, para ser justos, también les toca a los hombres su ración de crítica. 

    La narración de Marian es una de las partes que mejor nos dejan apreciar la atmósfera catastrofista y el modo en que ella y Laura se van viendo acorraladas. Junto con la de Walter es mi favorita, y es que el libro se estructura a través del relato de distintos narradores, algunos de los cuales son protagonistas directos y otros, meros observadores. De este modo, el estilo se va amoldando a los rasgos del personaje que narra, aunque nunca se pierde de vista que es la mano experta de Collins la que está detrás, es decir, que cada palabra está colocada donde y como tiene que estar. 

    Al principio me fastidió un poco ese cambio de narrador, sobre todo porque el tito Fairlie se me hacía insoportable y no llevé bien su parte, pero todo tiene su explicación: vamos comprobando que gracias a esos cambios, todo acaba encajando a la perfección. Cada uno de esos personajes tiene algo que aportar, incluso el más insignificante. 

    Walter Hartright es uno de esos protagonistas que van ganando puntos conforme avanza la historia, cuando deja de ser un alma en pena y empieza a mover fichas. Sin embargo, la evolución de sus sentimientos, que oscilan entre el amor pasional y el fraternal según el estado mental de su amada, no me ha convencido en absoluto, como tampoco lo ha hecho la historia de amor en sí. Esta es la parte más débil del argumento. Incluso, casi al final, hay un fallo muy importante de tipo legal relacionado con esa relación. Quizá esté equivocada, pero se ve de forma tan obvia que no creo que sea algo que sólo haya captado yo. Más bien parece un despiste del autor, aunque sea raro. 

    
     Afortunadamente, el resto de la trama compensa con creces estos flecos más flojos y, por si esto fuera poco, en las páginas de La dama de blanco vive uno de los mejores malos de la literatura, el fascinante y ambiguo conde Fosco. No quiero hablar demasiado de él, porque es alguien que un lector debe conocer y descifrar por sí mismo, así que me limitaré a los aspectos más superficiales. 

    Antes de empezar la lectura de la novela, había escuchado tantas cosas de él que estaba deseando conocerlo. Tengo la mala costumbre de imaginarme a los malos con un físico impresionante, atractivos e imponentes, y eso aumentó mi sorpresa cuando por fin vi cómo era. Absolutamente nada de lo que me había figurado sobre él se cumplió. Realmente, él y Marian son los que confieren más calidad a este título, los que más merecen ser recordados una vez terminada la última página. 

    Como habéis podido suponer, no niego que cambiaría algunas cosas, especialmente el final de uno de los personajes, pero estamos ante una novela que mantiene el suspense hasta el desenlace y se ha ganado por derecho propio su lugar entre los grandes clásicos de la literatura. 


Puntuación: 4 (sobre 5)
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